A veces estoy tan cansada que el descanso habitual, el que a la mayoría satisface –dormir a pierna suelta todo lo que pida el cuerpo, sestear un buen rato tras el almuerzo, tumbarme en el sofá dejando pasar las horas sin ninguna obligación, disfrutar de los días sin horarios ni compromisos molestos- eso a mí no me basta.
Cuando esto me sucede entro en lo que he dado en llamar mi vórtice suicida, torbellino de insensatas visiones de índole algo macabra, pero muy tranquilizantes. Durante estos días críticos me paso horas y horas planeando la mejor forma de suicidarme, sin que duela lo más mínimo y sin que me destroce el cuerpo. Adoro los cadáveres hermosos y acicalados. Dedico, pues, gran parte del día a concebir ese suicidio perfecto. Elucubro mil maneras de pasar a mejor vida y librarme, para siempre, de la losa del cansancio terrenal que me impide descansar en paz. Que voy a cruzar la calle, fantaseo con la idea de lanzarme impetuosa bajo las ruedas de un coche. Mejor, un camión con tráiler, de los que tiran de una carga muy pesada. Pero esa forma de muerte no vale pues mi carne triturada no me gusta en absoluto. Diviso entonces el metro a lo lejos y pienso en tirarme a las vías, pero estamos en las mismas: mi cuerpo espachurrado en medio de un charco de sangre. En la orilla de la playa imagino que me adentro muy al fondo, un día de mar picada, para ahogarme sin que nadie pueda socorrerme a tiempo. Es una muerte muy limpia, pero me dan mucho miedo los bichos que hay por debajo (mi trauma de infancia con los tiburones sigue ahí, gracias a Spielberg, y aunque no me importa morir ahogada, NO QUIERO POR NADA DEL MUNDO QUE UN TIBURÓN ME DEVORE).
Me asomo por una ventana y siento la voz del vacío llamándome por mi nombre. Mi cuerpo se echa adelante, inclinado hacia el vacío, buscando el suelo que se encuentra en la otra punta y que me aguarda impaciente. Pero tengo el mismo problema: no quiero que el tremendo impacto me deje el cuerpo hecho unos zorros. Cambio de tercio y cavilo donde conseguir un mortífero veneno que me mande al otro barrio de manera fulminante, sin reventarme las vísceras en una larga agonía. En la Serranía de Ronda, que no me pilla muy lejos, sé que crece la mandrágora, planta mítica cuya raíz califican de muy tóxica. Quizás podría intentarlo y tomarme una infusión bien cargada. Afilo los cuchillos de cocina sin cesar y me visualizo a mí misma asestándome certera puñalada en pleno corazón, mas no me fío de mi pulso y aún menos de mi mala puntería. Quiero morir en el acto. Me tira mucho este clásico: venas cortadas de un tajo y desangrarme en la bañera. El resultado me encanta: mi cuerpo yerto, níveo e intacto, sumergido en la sanguaza. ¿Dolerá mucho este método? Hasta ahora es mi preferido. La barra de donde penden las cortinas del salón se torna improvisado cadalso en mi cansada cabeza y me veo subiendo los peldaños de una escalera plegable y ahorcándome con la comba que aún guardo de cuando mi hija era chica. Suspendido mi cuerpo por el cuello, debería morir asfixiada, pero ¿y si hago muy mal el nudo y muero lenta y dolorosamente? El fuego queda descartado. Si una gotilla de aceite que a veces me ha salpicado cocinando un huevo frito y duele que es un horror, ¿qué será quemarme viva? ¿Yo, como Freddy Krueger o el fantasma de la ópera?
¿Y el dineral gastado en tratamientos de belleza tirarlo así por la borda? De eso nada. Busco entonces el infarto, pero aunque son muy comunes y matan a mucha gente, son ellos los que eligen el momento. Y aunque puedo hacer todo lo posible para que alguno estos me ataque me aterra pensar que favoreciendo esas causas también podría suceder (yo creo en la ley de Murphy) que en vez de un infarto de miocardio sufriera una apoplejía que no me matara sino que me dejara como una seta, sin poder moverme y sin memoria.
Y así, visto lo visto, con tantos inconvenientes, con tantas dudas y temores se me va pasando la loca vena suicida y decido mitigar parte de mi enorme cansancio por medios menos radicales y, desde luego, reversibles.