Si en algo apreciáis vuestra vida en común con otras personas, estéis unidos con ellas o no por lazos de parentesco, procurad siempre cohabitar en un espacio muy grande, con muchos metros cuadrados alrededor; de lo contrario, os vaticino que en un lapso de tiempo corto acabaréis los unos con los otros como el Rosario de la Aurora.espacio

Hablo por experiencia, lo cual me reviste de una cierta autoridad a la hora de advertir acerca de tal peligro. Hace unos años, movidos por una ilusión juvenil, mi marido y yo decidimos comprarnos una caravana. Yo siempre he sido muy vagabunda. No me siento enraizada en ninguna parte y en cualquier sitio del mundo civilizado puedo ser feliz. La condición sine qua non es, huelga decirlo, tener cierta dosis de salud y, por supuesto, dinero. Así pues, tras un tiempo hojeando folletos y visitando concesionarios de caravanas y remolques, preguntando a todo quisque por el tema, cara a cara y en foros de Internet, y riéndonos una y otra vez con la entrañable película de Lucille Ball, “The long, long trailer”, optamos por iniciarnos en el mundillo caravanero con una caravana alemana, de muy buena calidad, nueva, de un tamaño adecuado al número de personas que íbamos a habitarla -tres humanos y un chihuahua- y, lógicamente, con un peso arrastrable por nuestro coche, una berlina familiar.espacio

¡Sonado fue el alborozo el día que fuimos a enganchar nuestra querida caravana a la bola del coche! Yo, previsora, me había pertrechado en los días que antecedieron al comienzo de nuestro primer viaje, de todo tipo de menaje para estar cómoda en mi pequeña casita rodante. Exultante de alegría acudí a mi adorado Corte Inglés y allí arramplé con las versiones miniaturizadas de cuantos electrodomésticos se me antojaron imprescindibles para mis futuras escapadas trotamunderas. ¿Cómo iba yo a viajar por todo el orbe sin un aspirador potente –si bien de pequeño tamaño- que me librase del polvo pegajoso de los caminos? ¿En qué cabeza cabe no llevar una mínima vajilla para degustar los platillos deliciosos que pudiésemos cocinar en aquella cocinita de la Barbie? espacioY claro, la cocina exige unos elementos básicos: sartenes, algunas ollas, cazos, escurridor, minipímer, alguna que otra paleta…en fin, un ajuar en condiciones, aunque siempre teniendo en cuenta las lógicas limitaciones del espacio. A la hora de la ducha otro tanto de lo mismo y, por supuesto, ropa de cama abundante para cambiarla a menudo. Tal despliegue de textiles requiere una lavadora. Me hice con una portátil con lavado y centrifugado, que me aseguraba tener la ropa limpia en cualquier parte del mundo. Y, desde luego, una plancha. Y un secador para el pelo. Y una estufa, por el frío de los parajes helados. Y paraguas, en caso de algún aguacero. Y ropa adecuada para cualquier estación del año, previendo bruscos cambios meteorológicos entre puntos cardinales. Sin olvidar tampoco el apartado tecnológico: nuestros teléfonos móviles, las tres tablets, nuestros libros electrónicos, las cámaras, ordenadores portátiles, el trípode de mi marido…Además, los juguetitos del perro, sus dos camas: la de invierno y la de verano, el limpiador de patas caninas para evitar el suelo embarrado dentro de la caravana, su comedero, su cantimplora portátil y su piscina con bebedero incluido…entre otros accesorios utilísimos sin los cuales la vida se asemejaría a un cruel destierro en una caverna perdida allá por el Pleistoceno inferior.convivencia

Llegó el día más esperado: marido, hija, chihuahua y yo, rebosando entusiasmo, cantábamos y ladrábamos al alimón “Quiero una motocicleta que me sirva pa correr…”.

Cuatro bravos miraban cada dos por tres hacia la parte trasera para asegurarnos que remolcábamos a “Carmelita”, nombre con que bautizamos a nuestra casa rodante, sin ningún contratiempo. Partimos rumbo a Las Alpujarras, un paraje agreste y montañoso situado en el sur de la Península, que mi marido conocía bien y adoraba más desde su mocedad. El coche iba atestado, pero no nos importaba. espacioNos apretábamos contra los bultos contentos y expectantes por las miles de aventuras que nos aguardaban. La roulotte, también hasta los topes, traqueteaba detrás. En las empinadas cuestas la  sentíamos tirar del coche con fuerza hacia atrás, como una mano titánica que quisiera derribarnos. Los descensos escarpados eran todavía peores. A cada segundo temía e incluso visualizaba a nuestra casita rodante cayendo sobre nosotros y arrastrándonos con ella por uno de los barrancos. Llegamos exhaustos, con los nervios descompuestos por la tensión contenida durante todo el trayecto. ¡Qué ilusión!¡Qué libertad! Éramos como caracoles, con nuestra casita tan mona, tan bien acondicionada, ahora, por fin!, tan quieta. Hoy eran Las Alpujarras, mañana ya veríamos. En varias sesiones de “brainstorming” familiar barajamos múltiples ideas sobre destinos posibles, que se irían sucediendo según nos apeteciera.

No duramos ni tres días. Obligados a compartir un espacio tan exiguo, llegaron las confrontaciones. Agotamos todas las combinaciones posibles de peleas familiares, individuales y por parejas: madre contra padre, madre contra padre y niña, niña contra padres,  madre y perro contra niña, niña contra perro, padre y perro contra madre, niña y madre contra perro y padre…Una batalla campal.espacio El primer día por la noche ya estaba decidida a divorciarme. La mañana del segundo quise embutir a mi hija en el transportín del perro y dejarla con los kikos. El tercero, por fortuna, prevaleció la razón: nos marchamos rumbo a casa, a la de cimientos bien agarrados a la tierra, dejando primero a Carmelita en las manos del atónito vendedor, al que imploramos encarecidamente que buscase a alguien que quisiera la caravana y todos sus accesorios.

Moraleja: no hay, pues, peor enemigo de la concordia y felicidad que una estrecha convivencia entre los distintos seres. Estrecha en cuanto al espacio. La armonía requiere sitio.

 

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