Soy una obsesa integral del orden y la limpieza y no tengo remedio. Siento auténtico terror enfrentada al desorden de los objetos, el desbarajuste cachivacheril, el desmoronamiento de la linealidad controlada. Padezco, pues, el síndrome contrario al de Diógenes, aunque ignoro si tal trastorno obsesivo-compulsivo tiene un nombre propio o apellido de persona que lo defina. Mucho más glamuroso es decir que sufres del Síndrome de Forgoodnessake, por ejemplo, que estar comida viva por uno o varios trastornos obsesivo-compulsivos. Jamás lo llaméis TOC, por favor, es muy prosaico y apesta a psicólogo argentino.
No puedo soportar las cosas viejas, tengo que tirarlas. Tirar es para mí un acto liberador. Tiro y tiro sin parar. Me lo pide el cuerpo, es una necesidad. Si no tirase algo todos los días tendría que tirarme yo misma a las vías del metro. Aunque es tentador morir como Anna Karenina, me da pánico sufrir dolor y, además, deploro el destrozo violento de la carne.
Muy a menudo tiro incluso cosas nuevas que han llegado a mi casa por voluntad de alguno de sus otros moradores y que, teniéndolas mi mente por inútiles, me molestan sobremanera porque ocupan un valiosísimo espacio que es preciso liberar. Mis actos tiradores cuentan con la total desaprobación de mi familia, cuya atenta vigilancia debo burlar con astucia. Me veo, por tanto, obligada a escabullirme clandestinamente en la hora de la siesta, el carrito de la compra cargado hasta los topes de armatostes diversos, directa hacia los contenedores. Para evitar toparme con algún vecino delator salgo por el garaje jadeando por el esfuerzo (a veces, además del carro de la compra lleno, arrastro varias bolsas de basura que pesan más que yo).
¡Dios mío, qué felicidad cuando me subo sobre el pedal del contenedor gris y arrojo bolsa tras bolsa, chisme tras chisme y oigo el ruido que hacen al caer sobre los demás desperdicios! Llevada por este irracional frenesí a veces me hago daño en las manos y me tuerzo las muñecas, movida por la urgencia de lanzar todos los bultos lo más rápidamente posible. De sistematizar estos esfuerzos e incluirlos como deporte en un programa olímpico, ganaría, sin duda, la medalla de oro.
¡Qué alivio, qué catarsis! El placer que siento librándome de toda la porquería es comparable al que me produce la anestesia total (hablaré en otro post de mis pasatiempos favoritos, uno de los cuales es que pongan anestesia total con cualquier pretexto).
Una vez limpio el espacio que antes del expurgo ocupaban los objetos inútiles, comienza la organización sistemática de las piezas conservadas, siguiendo, como es natural en mi persona, un método preciso, al pie de la letra. Me han sido sumamente útiles las enseñanzas de la japonesa Marie Kondo, toda una demiurga del plegamiento roperil.
Cuando por fin veo todo ordenado en sus respectivos lugares es como si me hubiera tragado un blíster completo de lexatines.