Hace unos cuantos años estuve ingresada en una clínica de Barcelona donde me operaron de uno de mis múltiples padecimientos físicos. Como el período de recuperación duró varias semanas me dio tiempo de conocer bien los entresijos y el personal de aquella clínica estupenda. No doy crédito ninguno a los tópicos que existen sobre algunos gentilicios, pues yo misma soy todo lo contrario a lo que del mío se comenta. ¡Vas a estar entre “polacos”!, me decían en mi tierra. Yo, nerviosa, pues mi único vocabulario en catalán era en ese momento pan tumaca y visca el Barça, ignoraba a los agoreros que me pronosticaban complicadas relaciones con los oriundos del Principat. Gente amable y educada la hay en todos los sitios y una de las premisas fundamentales de la buena educación –al menos la que me han enseñado- es que cuando una persona no sabe hablar un idioma, el resto, por deferencia hacia ella, emplea una lengua común que todos puedan comprender.
Tras la intervención quirúrgica me vi postrada en la cama, toda llena de drenajes, enganchada sin remedio a un palo de suero de donde colgaban varias bolsas transparentes cuyo contenido se me administraba por vía parenteral. Las enfermeras de mi planta empezaron pronto a prodigarme sus cuidados. ¡Qué amables eran todas! ¡Dulces y profesionales! Además…LAS ENTENDÍA. ¡Alabado sea el Señor, la cirugía abdominal me había vuelto políglota!
Rabiaba de dolor, pero estaba contenta. Entre las brumas de mi suplicio entablaba cortas conversaciones, las que me daban mis fuerzas, con mis cuidadoras, ángeles de la guarda en aquella penosa situación. ¡Cómo me reconfortaban sus palabras de ánimo y cariño! Yo era la enferma perfecta. Recibía con alborozo la llegada de la cuña, colaborando activamente a su colocación. Manifestaba gran entusiasmo por el lavatorio matutino con las esponja jabonosa y el cambio diario de sábanas. Agradecía una y mil veces, con un hilillo de voz, el cambio puntual de las bolsas que colgaban del gotero con los fármacos y fluidos necesarios para mi pronta recuperación. Enseguida cogí confianza. Me sentía muy a gusto porque lo entendía todo y sin tener que esforzarme.
Una tarde entró en mi habitación una enfermera que yo no no conocía. Abrió la puerta con ese brío marcial que distingue a los que están acostumbrados a mandar. ¡Bona tarda! Vinc a posar-li la injecció diària d’heparina –me espetó, jeringa en ristre. Me descubrió la barriga y clavó su aguijón certero por encima de mi ombligo. Aullé de dolor. No me dio tiempo a decirle que mejor en otra parte: en los muslos, en los brazos, en los cachetes del culo, pero por Dios, no en aquella zona cero que tenía en carne viva. –El suero se ha terminado- aproveché para decirle, manteniendo baja la mirada, como geisha sumisa dispuesta a agradar a toda costa. Estaba entrando aire y, como buena ignorante en cuestiones sanitarias, viendo formarse aquellas burbujas, temí por mi vida.
-La seva pressió sanguínia impedeix que entre cap quantitat significativa d’aire a les venes- me explicó, regulando con pericia la velocidad del gotero- doncs al acabar-se el sèrum no s’exerceix pressió per introduir el contingut del sistema a la vena. I encara que per qualsevol motiu li aconseguís passar alguna bombolla, l’organisme és capaç de reabsorberla perfectament i i no corre perill la vida del pacient. Concluyendo de esta forma su arenga sanitaria, salió de la habitación deseándome bon dia.
¡No había entendido nada de lo que aquella flemática enfermera se había esforzado por explicarme! ¡Necia de mí, qué vergüenza! Tenía que poner remedio porque mía era la culpa. Le pedí a mi marido que me comprase una libreta con canutillo de espiral y bolis de tinta gel. Indignado por semejante ocurrencia, no le quedó más remedio que buscar una papelería en el Carrer de Sant Mateu, bajo la amenaza de arrancarme la vía intravenosa y conducir mi esqueleto a donde nadie pudiera encontrarme.
Escuchaba las canciones de Maria del Mar Bonet y Lluís Llach a todas horas, memorizando después el vocabulario. Vi varias obras de teatro de Nuria Espert, los consejos de belleza de Silvia Tortosa, un puñado de comedias de Carmen Conesa y leí unos cuantos libros de autoayuda de Teresa Gimpera. Me preparaba a fondo para las tardes, cuando llegaba mi verduga. Admiraba su dedicación, esa férrea voluntad para no facilitarme las cosas y obligarme a superarme. Como debe ser, pensaba yo, que nunca dejo escapar la ocasión de aprender algo. Veneraba a esa enfermera. Solo desea mi bien, le decía a mi marido. ¡Tú no puedes comprenderla! Quiere que me esfuerce, que aprenda, que salga de aquí curada no solo de cuerpo, sino también de esta supina ignorancia que me tenía in albis respecto a la lengua catalana. ¡Es del todo imperdonable que yo venga a Barcelona y no sepa decir en catalán algo tan sencillo como “esa vena está encallada. No me inserte ahí, por favor, el catéter venoso periférico” Mi marido, resignado, asentía. Sabía que yo no saldría de aquel hospital sino era hablando y escribiendo como Mercè Rodoreda. Durante el día me aplicaba diligente al estudio de la gramática y hacía ejercicios escritos con pulso tembloroso en mis cuadernos pautados. Mi afán por aprender rápido y lucir mis progresos delante de aquella Pigmalión de la sanidad me llevó a hacerme ambidiestra. Utilizaba una de mis manos hasta quedar inservible, y entonces cambiaba a la otra. Aunque manca y agotada, yo seguía con mi tarea.
Al cabo de un mes y medio me dieron el alta médica. Me despedí, agradecida, de todos los que me habían atendido, pero el abrazo más fuerte, el más sentido, fue para mi profesora. ¡Mil gràcies!, le dije aprentándole las manos con lágrimas en los ojos – Mai oblidaré el gran favor que m’has fet- y estampé un sonoro beso en su cara de sargenta. Impertérrita, soltó un lacónico adéu y regresó a su trabajo ajustándose la cofia. ¡Doy fe de que el refrán popular “la letra con sangre entra” es completamente cierto!