Todos los órganos de un cuerpo son importantes y deben cumplir la misión que le es inherente para que el ser vivo al cual pertenecen pueda vivir con calidad. No obstante, si el páncreas no te funciona, te vas a poner muy malo, pero dudo que de ello se derive alguna situación absurda o rocambolesca digna de ser contada. En cambio, una visión deficiente, unida al más absoluto de los despistes en un carácter escorado a Asperger, da como resultado un rosario de anécdotas imposibles de olvidar.
El Divino Hacedor, por razones que mi mortal y limitado cerebro no ha alcanzado jamás a dilucidar, me equipó de serie con unos ojos de dudosa utilidad. Ignoro por qué un amantísimo Creador dotaría de un órgano que no funciona a algunas de sus criaturas (¿quizás por gastar una broma? ¿los compró en una web china?). El caso es que mis ojos, desde niña, jamás cumplieron la misión inherente a dicho órgano: ver bien las entidades del mundo material. Por fortuna son bonitos, de modo que al menos han adornado mi cara durante todo este tiempo; de lo contrario, hubiera pensado que Dios tenía conmigo algo personal.
Cansada de pasar, injustamente, por una estúpida engreída, decidí hace unos años saludar con torrencial entusiasmo a cuanta figura susceptible de ser conocida mía apareciera en mi borroso horizonte. Un día tomé por mi padre al charcutero de la esquina. Bajo una lupa gigante solo se parecerían en el pelo algodonoso, pero unos ojos averiados confunden mucho al cerebro que, aunque sea muy listo y esté acostumbrado a desentrañar misterios de esferas superiores, con esas linternas tan cutres es lógico que cometa fallos. Me lancé corriendo hacia él gritando ¡papá! ¡papá!, y le estampé un beso en cada mejilla. Ver, he visto siempre fatal, pero eso sí, oler, huelo mejor que el perro de los Baskerville. Al acercarme a aquel hombre que yo creía mi padre, el pestazo a tabaco y a carajillo de coñac me hizo caer en la cuenta.
Otro día vi en lontananza a mi tía Mari Carmen, una mujer muy bajita, toda vestida de negro, porque aún guardaba luto por su difunto marido. Corrí hacia ella y, por la espalda, la agarré de la cintura con energía juvenil para darle una sorpresa. Del ímpetu de mi carrera casi tiro al suelo al párroco de San Basilio, que con su negra sotana salía de administrar la comunión a los fieles de su iglesia.
Confusiones de este tipo las he tenido a cientos durante toda mi vida. De ahí el título que lleva este post: “el año de las vaginas”. Lo he tomado de un folleto cogido en Leroy Merlin, donde me encontraba con mi marido comprando útiles para el hogar. ¡El año de las vaginas! ¿Pero qué es esto? Sorprendida por el contundente título, bullía de curiosidad por averiguar de qué estaban hablando, pero no había echado en el bolso ni las gafas de cerca ni la minilupa. Impotente, sumida en esa nebulosa imprecisión de cegata inveterada, mi cabeza daba vueltas. ¿Habrá alguna herramienta denominada “vagina” que yo desconozco por completo y que recibe el mismo nombre que el órgano sexual femenino? Estrujaba el folleto entre mis manos, como queriendo exprimirlo para extraer el jugo de lo que allí decía. ¡Qué poco duró la magia! Al venir mi marido donde yo me encontraba con el corazón palpitante por el descubrimiento, deshizo el entuerto en un segundo. Me enfadé mucho. Me encanta que las palabras sean polifacéticas, que valgan, con la misma forma, para varios significados. Que sean de fondo de armario, como el “little black dress”. Ya me había hecho la idea de que “vagina”, como palabra homógrafa, se referiría también a algún tipo de chirimbolo conocido en el mundillo del hágalo-usted-mismo. ¡Puede que incluso el famoso formón de Clodomiro (os remito a un post anterior en el que hablo sobre este tema) recibiese el nombre alternativo de vagina! ¡Quizás algún tipo de tornillo, hacha, lezna o la misma llave inglesa! Pero no iban por ahí los tiros. Una vez más, mis ojos me habían engañado. No puedo confiar en ellos. Sin embargo…¡ay, sin embargo! ¡la realidad que me muestran es siempre mucho más entretenida!