De chica yo quería ser quiosquera. Para mí, la felicidad soñada era estar metida en un quiosco rodeada de tebeos. Recluida en esta burbuja de lectura interminable quería yo pasar mi vida. No era una profesión descabellada, supongo. Dueña y señora de mi quiosco con una única clienta: mi menda. Porque eso sí, nada de interrupciones que me sacaran de mis lecturas para vender un chicle a un molesto niñato o el Diario 16 al cajero de Banesto. Con los ojos de la infancia convertimos lo común en extraordinario. Me pregunto por qué al crecer perdemos esta maravillosa facultad. El niño que iba a ser domador de elefantes salvajes de la selva acabará seguramente de registrador de la propiedad, La niña que desea ser croupier de blackjack jamás repartirá cartas en el casino de Montecarlo porque habrá obtenido una plaza en el Cuerpo General Auxiliar de la Administración del Estado.
El tiempo nos va robando nuestros sueños de Quijotes y nos vuelve a todos más prosaicos que el bendito Sancho Panza. Pocos progenitores aplauden que su retoño quiera dedicarse a probar montañas rusas. No conozco a ninguno. La mayoría de padres y madres desea que su descendencia triunfe rotundamente como médico, arquitecto, abogado o analista de mercados. Profesiones de calado, con gran prestigio social y cuantiosos emolumentos. Busco con ahínco a alguien a quien no le importe que su hijo sea probador de montañas rusas. Hay que tener un corazón bien fuerte, el supuesto probador, para ir por esos mundos, de parque en parque temático, montándose en el carricoche de la montaña en cuestión antes de abrir la atracción a los clientes. Es una profesión rara, lo entiendo. A mí me horripilaría: tengo vértigo. Claro que antes probaría montañas rusas mejor que ser mamporrera. Además, no serviría.
Para dirigir adecuadamente el miembro del caballo en la cópula con la yegua se requiere una salud mental adecuada y mucha paciencia. Y aunque fuera con enchufe me metería a mamporrera antes que trabajar como inspectora de halitosis.
Uf, qué asco si tuviera que probar la eficacia de algún chicle o colutorio olfateando el aliento de cuantos apestosos individuos se me pusieran delante. El inspector de halitosis, de niño, soñaba seguramente con ser notario o secretario judicial y…¡zas! su ambición devino en esto. ¡Qué vida más puñetera! Por cierto, además de quiosquera yo quería ser ufóloga. Sí, pasarme todo el santo día oteando el horizonte buscando platillos volantes.