Hace unos años me dio por comprar en el ebay toneladas de ropa de segunda mano perteneciente a otras décadas, algunas reales y la mayoría imitaciones. Enriquecí así mi fondo de armario con diversas porquerías que, meses más tarde, fueron a parar al contenedor que tengo frente a casa. Por mi armario pasó una coqueta galería de mini vestidos estilo Twiggy de los años 60, con estampados psicodélicos y cuellos de Peter Pan. Llené decenas de perchas con pantalones de patas elefantinas, típicos de los 70, que de tan anchas que eran, iba yo barriendo el suelo como si llevara escobas.
Almacené compulsivamente más vestidos pin up, estilo años 50, que todo el elenco de “Grease”, a pesar de que aquellas faldas tan voluminosas por los cancanes bajeros me impedían cerrar con comodidad las puertas del armario empotrado, viéndome obligada a embestirlas con más fuerza que un empujador de metro japonés.
Corpiños de antelina de mesonera medieval, corsés con escotes en forma de corazón dignos de Maria Antonieta, zapatos topolino de cuña alta, con la puntera descubierta, jerséis con manga murciélago y chaquetas con hombreras gigantescas de jugador de rugby para los looks ochenteros. Yo era una furia desatada, sin freno alguno mis ansias compradoras. Buscaba ávidamente piezas con las que armar mis conjuntos, a cual más estrafalario y, desde luego, original. Mi afán comprador me aprovisionó así de una estrecha chaquetilla de torero bordada de rojo y oro, que compré por cuatro perras, una gorra de plato de oficial de la milicia de la URSS (modelo de invierno para tener la cabeza abrigadita), calentadores de lana multicolor para las piernas, una estola de pluma de marabú para echarme por los hombros, varias chaquetas de pana y coderas de piel estilo sociata de los 70, un vestido bañador auténtico de los años 20, con volantes y gorrito a juego. Yo, que nunca he fumado, y soy hiperescrupulosa, arrastrada por este mórbido frenesí comprador, llegué a hacerme con una larga boquilla de concha de carey, desmontable, eso sí, para poderla limpiar, y blandirla de mentirijillas desayunando con mis diamantes.
Con semejante arsenal seguro que era la envidia de todo atrezzista de postín, si bien para el resto de profesionales liberales, menos versados en utilería peliculera, quizás fuera un triste mamarracho con la cabeza perdida.