No quiero ser vieja. Lucho denodadamente contra la erosión del tiempo, aun sabiendo que es una causa perdida. De ahí mi obsesión por todo tipo de tratamientos estéticos que me ayuden a conservar en óptimas condiciones el legado corporal que la genética y la suerte tuvieron a bien traspasarme. Me horroriza todo lo viejo. Recordad mi trastorno obsesivo-compulsivo que me impulsa a tirar como una loca todo lo que juzgo ajado. Nada ni nadie en el mundo me puede convencer de que la vejez es hermosa. No para mí. Yo quiero ser siempre joven, que mis carnes no envejezcan nunca, eternamente congeladas en la cúspide de su lozanía. Que la fuerza de la gravedad haga conmigo una excepción y no tire de mi papo con obstinada crueldad. Adicta incorregible, voy buscando frenética las consultas de medicina estética para ponerle un freno a la decrepitud acechante cuya sombra me aterra.
¡NO QUIERO SER VIEJA! Vivo angustiada mirando el espejo continuamente. Cada mañana escudriño mi rostro en busca de alguna línea de expresión rebelde que el Vistabel y el Restylane no hayan logrado disimular. No bien he salido de la consulta del médico cuando se me acelera el pulso y el corazón me galopa pensando en el siguiente tormento al que me someteré gustosa.
¿Por qué me amargo la vida de esta manera tan tonta? Porque soy así. Hace años, cuando era más joven, no tenía esta compulsión, como es natural. Tenía otras. A medida que pasa el tiempo cambio yo y mis desórdenes mentales. ¡Viva la variedad! Así no me aburro nunca y, aún menos, mi familia. ¡Les ha caído una buena, lo siento!
Tampoco quiero morir. Morir como de costumbre: enfermedades o accidentes. Quiero ser asumpta al Cielo en cuerpo y alma, como la Virgen. Que un coro de angelillos se me lleve en volandas con el botox recién puesto rumbo al Paraíso. ¡Ah, qué bien! La sola idea de terminar así me calma mucho los nervios y me alegra la tediosa jornada laboral.