A menudo me viene a la cabeza una idea recurrente. Cuando estoy muy estresada, que es a diario, siento la urgente necesidad de meterme o bien en la cárcel, en un convento de clausura o en una clínica de reposo. Para ir a la cárcel tengo que cometer algún delito lo suficientemente grave para que me enchironen. Tengo una lista de delitos penados con prisión en España. Ninguno me gusta. No tengo alma de delincuente. Algunos me horrorizan. Lo único que se me ocurre es robar un banco (con pistola de juguete) vistiendo la misma ropa que llevo en la foto de mi perfil de Facebook, en mi cuenta personal. Me grabará la cámara del banco y la poli lo tendrá fácil para detenerme. Una vez dentro de la cárcel y provista con mi libro electrónico, me sumergiré en el silencio de mi celda.
Cumpliré con mis obligaciones de presa, eso sí. Pero todo el tiempo que pueda y me dejen lo pasaré en la biblioteca, leyendo o viendo películas y/o series de Netflix, en silencio. El convento me atrae una barbaridad. Y las monjas me dan menos miedo que las presas, al menos las que no están locas. Yo creo que, antiguamente, muchas se volvían locas porque se metían o las metían en el convento sin tener verdadera vocación. Yo, monja laica.
Si tengo que llevar hábito, como ellas, bueno, aunque yo preferiría algo menos aparatoso, un simple chándal de algodón cien por cien con calzado deportivo y calentito. En el silencio de mi celda haría exactamente lo mismo que si estuviera en la cárcel: leer, ver series o películas de Netflix y mi rutina de ejercicio físico. Y pasear por el claustro oyendo mis propias pisadas.
Lo de la clínica de reposo es otra opción, siempre y cuando no haya mucha gente y la que haya no me dé la tabarra contándome sus dolencias. La finalidad sería la misma: un aposento sencillo para mí sola donde leer, ver películas y series y hacer gimnasia en silencio. Nada de lujos asiáticos. El lujo excesivo me asquea. Cuando veo en el “Hola” uno de esos reportajes en los que se fotografía la mansión suntuosísima de alguna opulenta hortera, siempre me dan arcadas. No en sentido figurado, sino real: la bilis en mi garganta. Me repugna la profusión de riquezas desparramadas. Yo, tan minimalista, tan espartana en cuestión de mobiliario, solo quiero madera y plantas.
En definitiva, que sigo pito pito gorgorito, sin saber, todavía, a qué era verdadera irán a parar mis huesos. Sea como fuere y desde cualquiera de esos lugares donde barajo internarme, os seguiré contando mis avatares. Pin pon fuera.